viernes, 17 de abril de 2015

«Choferes de la Revolución»: De la historia a la ficción, viaje de ida y de regreso




¿Conocen ustedes a un taxista que no sea platicador? Sean sinceros. La mayor parte de las ocasiones que he hecho un viaje en  taxi he tenido que aguantar, de buena o mala gana la conversación del chofer. De modo que no me causó sorpresa que de pronto un día un chofer me contara sus andanzas en tiempos pretéritos; me las contaba con familiaridad y confianza, soltando de vez en cuanto reflexiones profundas sobre la situación política que se vivía en los convulsos tiempos que le tocó vivir; otras me describía los avatares de su oficio, tan especializado y complejo, al tiempo que explicaba con plácida calma las partes de un motor de combustión interna y su funcionamiento. Más de una vez pormenorizó los rasgos de personajes actualmente harto conocidos, elevados incluso a la categoría de próceres, que en sus tiempos eran poco menos que una turba de rijosos.

El taxista platicador me hablaba a través de la radio de mi coche, en voz del maestro Manuel González Ramírez, y  me hacía más llevadero el trayecto matutino. En el año del Centenario, entre el oropel, el ritual, el artífico y el simulacro, la narración del humilde taxista, que gracias al cronista del estado se reprodujo en estaciones de radio y en los diarios locales, era tan natural y tan fresca en su recreación de la vida cotidiana y los salvajes acontecimientos de su tiempo que despertó  una inédita atención sobre el tema, por parte del público. En principio el asombro fue el de reformular nuestro imaginario: teníamos concebida la Revolución a bordo de un tren o a lomos de un caballo, y se nos reveló entonces que  Revolución también anduvo en cuatro ruedas.

Entonces me acerqué al maestro Manuel para pedirle que me permitiera hacer una adaptación radiofónica dramatizada de “Choferes de la Revolución”, título de la novela en cuestión, a lo que el accedió sin reparo alguno y de los cual me siento muy agradecida.   Con la lectura del texto me enteré de que el taxista tenía nombre: Luis Jiménez Delgado, y que también tenía apodo: “El Rorro”. Supe que vivía (oh, ironía) en la calle de la Amargura. Conocí a sus amigos, las marcas y modelos de los automóviles que manejó, cuánto cobraba por viaje,  supe de lo que le regocijaba y también supe lo que le daba miedo. Y lo que no supe, tuve que reinventarlo y recrearlo a través de las rendijas que dejaba abiertas en su texto y por las que cabía fácilmente la interpretación. 

La elaboración del guión me ha llevado a diseccionar cuidadosamente la novela, de entender la psicología de sus personajes, sus motivaciones, quedarme a comer con ellos, caminar en sus botas, dormir en sus catres y andar por sus caminos, para que ellos se comuniquen con el público a través de mi conducto. O, yo no sé hasta qué grado, poder comunicarme yo con el público a través de los personajes.

Pero volvamos a la lectura radiofónica que hiciera el cronista de esta obra. Anotaba que ésta despertó un peculiar entusiasmo por parte del público, algunas veces acompañado de asombro e incredulidad. Los relatos del taxista avivaron un debate antiguo: el de la verdad en la novela histórica.  Escuché a radioescuchas airados exclamar: “si son puras mentiras: las cosas no fueron así”,  Y efectivamente, pensaba yo, así debe ser: la novela histórica no busca la verdad histórica, busca entretener, emocionar, hacer reflexionar al lector, a partir de elementos de realidad, encajados en una estructura narrativa y aderezados con estilo.  ¿El que no podamos empatar la cronología “real” con el relato de ficción, lo hace menos valioso? La construcción histórica, al final, no deja espacios para la interpretación y para la especulación ¿no es eso, de cierto modo, una ficción?   

El problema de la credibilidad lo hemos sufrido todos los que hemos escrito historiografía y, siempre, con mayor o menor éxito, lo hemos resuelto desde la presunción de que, a pesar que «no hemos estado ahí para comprobarlo», sí podemos dar una imagen creíble de lo sucedido mediante el proceso de documentación. No obstante, si por alguna razón nos falta un documento o queremos introducir algún elemento «no comprobado» por las fuentes, apelamos a la ficción. Pequeña o grande —según sea el caso—, las ficciones se insertan en el interior del relato sobre el que investigamos. Por lo mismo, la ficción se integra a la verdad del conocimiento histórico, no sólo en su forma, sino también en su contenido.[1]

No vemos con igual recelo la obra de Mariano Azuela o de Martín Luis Guzmán, por ejemplo. Tal vez porque confiamos en que su trayectoria militar y su impecable narrativa les permiten hablar de la Revolución con plena autoridad.  ¿Quién es, sin embargo, Luis Jiménez Delgado? ¿un taxista que devino en escritor, un pseudónimo, el biógrafo del verdadero taxista…? Ninguna pista tenemos sobre la identidad del autor y este anonimato lo vuelve sospechoso y poco fiable.   Y es que, seamos sinceros, ustedes que han viajado en taxi ¿le han creído al taxista todo lo que les contó?

Yo tengo que decir que no me he creído todo. Pero ¡ah, cómo he disfrutado el viaje!

La novela de Luis Jiménez ofrece testimonios de lo más pintorescos de personajes bien conocidos. Ahí está, por ejemplo, el ranchero misterioso  que le paga cincuenta pesos por un viaje y que resulta ser el mismísimo Pancho Villa; Luis se lo encontraría años después en Zacatecas, a la cabeza de la División del Norte del Ejército Constitucionalista y ya convertido en una suerte de personaje mitológico al que le caben muchos adjetivos: bonachón aunque firme, iracundo aunque generoso, risueño aunque chillón.

Por aquí aparece también Benjamín Argumedo, el talabartero lagunense se volvió guerrillero, primero luchando a favor de Francisco I. Madero, luego del lado de Pascual Orozco; tras la Decena Trágica, Victoriano Huerta  lo nombra general  del Ejército Federal y es ostentando este cargo que Argumedo “recluta” a un joven mecánico, del sitio de taxis Renault (ubicado en la esquina de16 de Septiembre y Bolívar) para que sea su chofer personal y ayude de vez en cuando a levantar a los borrachitos que deambularan a altas horas de la noche por la calle, para integrarlos “voluntariamente”  al Ejército Federal. Estas tareas no son del agrado del taxista, pero a cambio de realizarlas recibe el grado de teniente, seguridad y aprecio.

Entre las fechorías que Luis tuvo que cometer fue la de colaborar en el “rescate” de un automóvil Prothos (sic), una “maravilla de la ingeniería alemana”. El Prothos es, sin duda, el segundo protagonista de este relato: un compendio de belleza, fuerza y resistencia, con alma de cuatro cilindros.   

Luis Jiménez nos relata un encuentro entre Argumedo y el presidente Huerta, quienes degustan pastelitos en “El globo” al tiempo que traman el traslado de miles de voluntarios que se han enrolado en el ejército tras la incursión de los gringos en Veracruz. Si bien el conflicto internacional está resuelto, Huerta ha decidió aprovechar el fervor patriótico de los voluntarios para mandarlos a combatir, sin su consentimiento, a Zacatecas, hacia donde ya se dirige la División del Norte.      

En el trayecto a Zacatecas el tren sufre una descompostura y Argumedo envía a parte de su gente  a seguir en camino a bordo del Prothos. Una columna de villistas al mando de Nicolás Fernández, los embosca y confisca el automóvil con todo y conductor porque, como apunta el narrador, en ese tiempo “el automóvil y el chofer formaban un todo”. Reclutados así, por segunda ocasión, Jiménez y su vehículo llegan Zacatecas  a unas horas de haber terminado la célebre batalla. Zacatecas es en ese momento una ciudad devastad  y jubilosa. Ahí le tocará ver a Rodolfo Fierro hacerse cargo de un espía.

La estadía en Zacatecas es breve, pronto algunas brigadas deberán partir a Aguascalientes, en donde no podrán continuar su marcha hacia el sur y deberán regresar al norte, algunos a Durango, otros a Torreón, otros a San Luis. Tomás Urbina, jefe de la brigada Morelos y compadre de Pancho Villa, le pedirá a este último que le mande a un chofer para que conduzca un Chalmers que se ha “avanzado”; para mala fortuna de Luis Jiménez es él el seleccionado por Urbina, un sujeto cruel y despótico.   

Hasta aquí los personajes conocidos, de los que hemos escuchado su nombre y les conocemos la cara. “Choferes de la revolución” sin embargo, está poblada de otros personajes deliciosos, cuya existencia jamás sabremos cierta. Uno de ellos,  el Barón X, es un astuto ladrón que, amparado bajo la apariencia de ancianito respetable, cometía espectaculares atracos. O un chofer al que apodaban “Ratoncito” que hurtó una gallina y pagó la fechoría con su vida. También encontramos a  Ildefonso Trujillo, el asistente de Nicolás Fernández que, aunque fue asignado para cuidarlo,  se convierte en compañero de andanzas de Luis durante su breve paso por Zacatecas.  La afortunada conjunción de los dos personajes, ambos jóvenes e inquietos, pero provenientes de mundos distintos: uno, campesino revolucionario, el otro, un citadino con aires de catrín jugando a la guerra, deviene en una serie de pintorescos episodios que tiene como escenario una ciudad donde la algarabía brota de los escombros.

Hay pocos personajes femeninos en el libro. La mayoría ellas son mujeres frágiles a primera, pero poseedoras de una fuerza extraordinaria.  Una, por ejemplo, fue capaz de enfrentar a una horda de sombrerudos mientras su marido se escondía en la troje, agazapado como un ratón. Otra es capaz de enfrentar al mismísimo Pancho Villa para salvar la honra de su hija. 
Pero hay una mujer que es un misterio mayúsculo.  Aparece intermitentemente a lo largo de la obra, en la letra de una canción que entonan las tropas de Tomás Urbina. Adela, se llama. “Adelita”, le dicen. En el capítulo 15 del libro, el autor, a través del personaje de Ildefonso nos la presenta y nos cuenta su atormentada historia. Y después no la vuelve a mencionar. En los meses que el maestro Manuel hizo la lectura radiofónica de “Choferes de la revolución” el público llamaba a la estación para preguntar “¿Qué pasó con Adelita?” Y es que Adelita, la protagonista del idilio romántico del libro se había esfumado, dejando a los escuchas perplejos, anhelantes; como Luis, que la conoció, apenas lo suficiente como para describírnosla, y después la vio irse.

Para hacer la adaptación radiofónica de este texto, el personaje de Adela se volvió muy importante para la trama, por ser el epicentro de un episodio amoroso, que le da color al relato y resulta muy atractivo para el público. Adela, además, es un símbolo de la belleza y la virtud en medio de la barbarie; este elemento  equilibraría bien un guión. Sin embargo, como apuntaba antes, Luis no aporta demasiados detalles sobre la vida y la personalidad de Adelita, cuya historia narra en un suspiro. Nos dice:  

Ildefonso me dijo que Adela, aún cuando era mexicana por nacimiento, ya que había visto la luz por primera vez en el estado de Chihuahua, era hija de padres extranjeros. Pertenecía ella a una acomodada familia de mormones establecida hacía muchos años en una colonia de esta raza, muy cerca de Nuevo Casa Grandes, más conocida como Colonia Dublán (…) el ahora capitán Figueroa y Adelita se habían conocido poco antes de que iniciara la Revolución Maderista y que, a pesar de las costumbres mormonas que prohíben el enlace con gente que no sea de su raza, Figuera y ella se amaron en secreto.[2] 

Tuve entonces que buscar más datos sobre las primeras colonias mormonas en México, sobre su forma de vida, sus costumbres y su situación durante los años de la Revolución Mexicana. Para esta tarea fueron muy útiles los documentos que tiene en línea la Iglesia de los Santos y que describen con gran detalle nombres, ocupaciones, situación financiera y social de los primeros colonizadores mormones que llegaron a México, alrededor de1875.  Solo así podía construir alrededor de Adela y de su enamorado una historia convincente. No real, por supuesto, pero sí bien apuntalada en hechos reales. La historia al servicio de la ficción.

La historia que cuenta Luis Jiménez sobre Adelita difiere bastante, sin embargo, de la historia más documentada que tenemos sobre la famosa “Adelita”, cuya identidad corresponde a Adela Velarde Pérez, nacida en Ciudad Juárez, que siendo aún adolescente y sin el consentimiento de sus padres, se unió a la Cruz Blanca Neutral; una organización de enfermeras formada Leonor Villegas de Manón.

Se cuenta que mientras Adela ofrecía sus servicios en un hospital en Chihuahua conoció a un solado villista de nombre Antonio Gil del Río Armenta quien compuso para ella la canción conocida como la “Adelita”. La composición cumplió bien su propósito de conquista y pronto Adela y Antonio se casaron. Antonio murió durante la Toma de Torreón y Adela continúo ofreciendo sus servicios como enfermera en la batalla de Zacatecas pero luego se retiró.

Entre las dos historias hay muchas similitudes que nos permitirían suponer que Luis Jiménez conoció la historia de Adela Velarde y prefirió tergiversar los detalles de su vida en su libro, tal vez para darle mayor dramatismo, añadiendo elementos xenofóbicos; o bien conoció una versión ya mitificada de la historia de Adelita y así la reprodujo ¿cómo saberlo?

El taxímetro ya marca el final de este viaje de ida y vuelta entre la historia y la ficción. Les recomiendo que lo aborden, es cómodo, seguro y el chofer, aunque platicador,  es un encanto.





[1] Rodrigo Henríquez Vásquez: "El problema de la verdad y la ficción en la novela y el cine históricos A propósito de Lope de Aguirre", Manuscrits, Revista d'història moderna, 23, 2005, pp. 77-96.


[2] Luis Jiménez Delgado: Choferes de la Revolución (75-76), Zacatecas, Texere, 2014.

lunes, 6 de abril de 2015

Sobre «La ciudad en estampas»





La ciudad de Zacatecas siempre ha sido un interesante objeto de estudio. Más allá del análisis heterogéneo que se puede hacer de ella, están sus fuentes originarias: los documentos. A ellos recurrió el profesor e historiador don Eugenio del Hoyo Cabrera. Tuvo acceso  a las actas del cabildo para recrear las esferas y ámbitos de convivencia diaria en el espacio diferente que a él le tocó vivir: la geografía diversa del punto argentífero llamado las minas de Nuestra Señora de Los Zacatecas.
Don Eugenio del Hoyo en una de sus tantas tareas como historiador procesó una edición anterior de los libros del cabildo de Zacatecas. Amén del interesante estudio para una primera edición, le siguió la pista a la diputación de minas como un caso sue generis de gobernación en las Indias. Del Hoyo hace una comparación que se antoja increíble pero tal vez razonada. Me permito repetir  lo que mencioné en la presentación de los Libros de Actas de Cabildo del Festival Cultural en su edición 28, el 14 de abril de 2014. Cuando menciona la defensa de una pesquería de perlas de los corsarios y piratas, compara, de alguna forma, a estos con los chichimecas salteadores de los alrededores de las minas de Zacatecas. Para Eugenio del Hoyo, la “insospechada” institución de la diputación en las minas de Zacatecas, tiene sus antecedentes en las ordenanzas de las rancherías de pesquerías de perlas del Pacífico. El mar trasladado en imagen y semejanza  a una serranía; las perlas se convierten aquí en filones de plata. Los señores de canoa de las pesquerías tienen rasgos comunes a los señores de minas. Los chichimecas son los corsarios y piratas navegantes entre las nopaleras y mezquiteras. Las olas aquí son las ondulaciones en los montes y cerros. Las carretas son embarcaciones asaltadas, y las caravanas flotas a la deriva, a merced de los albazos de los indígenas. Esas metáforas que veo y el uso de la comparación y la producción de sutiles imágenes, fueron un ejercicio recurrente en los escritos de don Eugenio. La habilidad de narrar, crear imágenes y dar cuenta de lo cotidiano se cristalizó en La ciudad en estampas. Zacatecas 1920-1940. Establecida su habilidad de historiar y hacer de la historia una narración entrañable, atrayente y hasta agradable, queda claro que don Eugenio contó con la difícil habilidad de transmitir pasajes de su entorno zacatequense y su presente (en el lapso de 1920 a 1940) con la técnica de la crónica. El dominio de esta forma de retratar a la ciudad surgió en ese presente continuo; con el paso del tiempo se convertiría en historia y en lectura obligada para quien deseara conocer el ambiente de la bizarra capital en dos decenios, apenas despuntaba el México posrevolucionario.   Dicho lo anterior me referiré a la estructura de La ciudad en estampas… a partir de los contenidos en sus apartados y con un fin interpretativo. Es decir, dilucidar hasta donde es posible la esencia de un libro proyectivo en la crónica de veinte años de transcurrir de una ciudad señera y señorial por excelencia. Emito mi opinión acerca de las claves de esta obra. Tiene cuatro ámbitos fundamentales: culturalista, identitario, antroplógico e histórico. Se subraya a la ciudad como un espacio de cotidianedad y de legación de tradición en un cuerpo de civilidad que el autor pretendió legitimar y reivindicar como terruño entrañable. Hay un principio axiológico y ontológico localista. Es decir, la practicidad de la vida en la ciudad de las estampas, Zacatecas, se queda encerrada en sus límites. Lo extraño está afuera; lo reconocido y propiamente peculiar, está dentro. No sólo es la ciudad física, tangible; es la ciudad mágica, de ficción y realidad gracias al espíritu de quienes la habitan, ideas que coinciden con Italo Calvino en su obra Las ciudades invisibles, publicada en 1972. Para don Eugenio del Hoyo el concepto de ciudad constituye una unidad local donde sus ancestros están hechos por ella con un legado cultural como criterio de individuación y subordinación a la historia de la misma. El uso cultural del pasado en esta obra de variadas estampas contiene juicios de valor desde un punto de vista moral y hasta político. Es una actualización de un vestusto historicismo, pero deleitable y disfrutable al fin. Porque esa parece haber sido la intención de don Eugenio cuando escribió esta crónica citadina con un excelente ejercicio de memoria personal y colectiva.
“Cuando se detuvo el tiempo” es una introducción de obligada raigambre en la escritura de los antecedentes históricos. El autor descarta la esencia colonial de la ciudad y la enmarca en un anacrónico Romanticismo, en la moda francesa del porfiriato reflejada en su arquitectura decimónonica y de principios del siglo XX. El tiempo es un factor “detenido” a partir del 24 de junio de 1914, el día después de la hecatombe revolucionaria de la toma de Zacatecas. El tiempo ya se detuvo para Eugenio del Hoyo, pero se vive en la ciudad, desde dentro, con la dinámica intrahistórica de sus habitantes que decidieron quedarse ahí y no emigraron contra el tradicional continuum del estar de familias durante no más de tres generaciones. El tiempo se queda en su estatismo de reloj interno que gira sus manecillas, pero cuyo movimento no lo ven los viajeros que pasan por la bizarra capital o se asoman esporádicamente a ella. El marasmo de la ciudad se rompe, según don Eugenio, en 1939: la inauguración del Banco Mercantil de Zacatecas logra un cambio favorable, de modernidad.
“La ciudad ensimismada” está fincada en la idea del espacio que se ve a sí mismo; toma como divisa la contemplación del pasado estático en un presente (de los años veinte y treinta del siglo pasado) como una colección de estampas donde la naturaleza humana de los zacatequenses estuvo detenida en el tiempo: no se construyeron edificios importantes, no se abrieron nuevas calles; la fisonomía de la Zacatecas de esos años estuvo casi inalterada.
“En piso de metal vives al día” refleja la costumbre derrochadora de lo barreteros, famosos por gastar toda su raya en fiestas, bebidas y vestimentas. El despilfarro como forma de vida feliz en un día de la semana e infeliz en el resto de la misma. ¿Vida infeliz? Más bien resignada para sostenerse casi de milagro a sí mismo, a una familia y, por ende, al comercio de toda una ciudad.
Ciudad ensimismada pero con “Los signos del progreso” gracias a la postería de la energía eléctrica y del telégrafo y a la estación del Ferrocarril Central y a los escasos automóviles, superados por los asnos y las mulas que eran mayoría en una ciudad redentora con movilidad sin prisas.
La ciudad era una samaritana sedienta en medio de la serranía central mexicana. La escasez de agua no le quitaba su encanto provinciano y mantenía preciosas zonas arboladas, pese a los desbarajustes urbanos, según don Eugenio, hechos por el entonces gobernador Matías Ramos Santos. Las costumbres sanitarias de los habitantes de Zacatecas se vieron trastocadas por la falta de agua. Esta es una de las estampas más realistas y críticas contra un régimen gubernamental incapaz de calmar la sed de una ciudad donde la poca agua debía ser aprovechada al máximo.
Una de las estampas más bellas es la de “El silencio que se rompe amablemente.” La polifonía de Zacatecas musicalizada en sus voces de pregones entrañables. La vendimía tradicional agoniza. Los ecos de esas voces que llegan del pasado se escuchan escasamente en la perfireria, de vez en vez, con el vendedor de tunas, fresas o nopalitos, anunciados en alguna parte de esta ruidosa ciudad de ahora.
No faltaba el amor en las alas de un Cúpido atribulado pero afanoso. Los escarceos amorosos, la furtividad de los sentimientos, las citas breves, las rejas que mataban la pasión pero revivían la esperanza. Rayones, picones y cortones inundaban el espacio citadino. Los jardines, la alameda y el portal de Rosales, en particular, fueron los escenarios de la búsqueda del amor de los zacatequenses. La vida y el corazón pendian de un balcón, una sonrisa, un pañuelo perfumado, una prenda, una respuesta que prometía la felicidad para siempre. El empeño amoroso ejercido no sólo por los hombres, sino también por las mujeres. De ahí la extensión e insistencia de don Eugenio en el tema, por eso incluyó la estampa de “Un héroe, un portal y las muchachas que pasan”. El portal de Rosales fue sin duda el centro de la vida social de Zacatecas, como ahora se ha revivido con la muchachada que lo puebla todos los días. Si acaso nunca ha dejado de serlo.
Y el “Elogio a la humilde excelencia de las tunas” pareciera una nota discordante en el discurso estampero de don Eugenio. Pero no lo es. La costumbre en el consumo del fruto  opuntia ficus indica es todavía una tradición, aunque más reservada o aislada por el crecimiento de la mancha urbana.
Lo que si se ha perdido casi del todo es la identidad tuza de los zacatequenses, originada en la actividad minera, circunscrita a unas cuantas minas aledañas que se extienden hasta los municipios de Vetagrande y Pánuco. Hay unas tiniebla húmedas sobre la tradición del oficio minero que don Eugenio evoca en su estampa gracias al argot propio de la actividad en aquel entonces.
El pasaje más utilitario para un historiador y para la historia es la estampa “Calles y callejas, plazuelas y callejones”, de la cual más de un admirador de Clío ─incluido yo─ ha abrevado para reconstruir la traza de la ciudad señera y señorial desde los nombres de sus rúas y espacios públicos. El mapa de Zacatecas descrito con palabras es un trabajo muy completo que nos heredó don Eugenio. Y en ello le da especial atención al cerro de la Bufa y a las lomas de Bracho. No pudo sustraerse a la tentación de publicitar una de las estampas más identitarias de la ciudad: las morismas de Bracho y sus alucinantes batallas entrelazadas entre la tradición cristiana, la musulmana, la francesa y, claro, la zacatecana.
        La fervorosa catolicidad de una ciudad se ve retratrada en la estampa de las “Posaditas y gozaditas”. Y para cerrar el libro, don Eugenio quizá eligió la estampa final, como si hubiera estado jugando con sus recuerdos preciosos y destellos del tiempo vivido en su querida ciudad, con la muestra antológica de los juegos de entonces, los que se quedaron condenados a un injusto mutis y olvido en esta época de la cibernética.     
       La invitación a leer este libro de antiguas estampas no riñe con los tiempos actuales. La obra nos descubre una ciudad donde la imaginación nos remite a las delicias del vivir en aquellos años maravillosos, donde el juego podía ser el pasaporte a la felicidad para encontrar el verdadero amor a una ciudad o a una mujer en el burdo amor o en todas las cosas o algo así.

            Dr. José Arturo Burciaga C.
Zacatecas, Zac., lunes 30 de marzo de 2015.

martes, 9 de septiembre de 2014

Cómo citar blogs, videos, tweets, posts y correos electrónicos


Guía de citación de social media



Sabemos que nos es la guía más exhaustiva, pero esperamos que sea una referencia útil para quienes consultan fuentes de aparición reciente.

 

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En el texto mencionar solamente
(Comunicación personal, día, mes, año).


martes, 5 de agosto de 2014

En obra negra (herramientas para escritores): la corrección



¿Tu estilo de escritura se inclina hacia la forma lúdica del lenguaje? La “corrección” como recurso retórico puede ser útil para ti. Al momento de hablar, algo “se nos puede salir”, es decir, podemos decir lo que no queríamos o decirlo de una manera no planeada (el subconsciente es canijo); en tal caso, para los hablantes terrenales comunes es imposible regresar el tiempo para “no haberlo dicho”.



La escritura, en cambio, implica otro proceso: nos permite pensar antes, borrar, cambiar, reescribir… Sin embargo, hay veces que un autor puede afirmar algo, expresar una fórmula de disculpa y decirlo de otra manera. Esto queda como una fórmula aparentemente inocente que carga de sentido tanto la primera expresión como la segunda y el conjunto, esto representa el uso de la figura retórica en cuestión.



El Diccionario de figuras retóricas de Jesús María Navarro explica la figura “corrección” (en latín correctio, en griego epanortosis) de la siguiente manera: “Es la figura que enmienda un fingido equívoco o limitación para acentuar la importancia o magnitud del asunto. Ejemplo tomado de un sermón guadalupano: ‘Pues esta misma felicidad, dije mal, con mayores ventajas y con mayor satisfacción nos la promete María Señora’. Silvio Rodríguez tiene esta misma figura en una de sus canciones: ‘Y así bajé hasta la guerra, perdón, quise decir a la Tierra’ (el poeta está acentuando la agresividad vivida en nuestro planeta)”.



Otro ejemplo de esta figura lo encontramos en Viaje a Parnaso, de Miguel de Cervantes: “Que caducáis sin duda alguna creo;/ creo… No digo bien, mejor diría/ que toco esta verdad y que la veo”.



Tú, narrador, poeta, ensayista, bloggero, lector, ¿tienes algún otro ejemplo de corrección?
















lunes, 4 de agosto de 2014

Presentación de "Recetas para los equívocos"

El pasado martes 29 de julio presentamos Recetas para los equívocos; queremos compartir con quienes no pudieron asistir (y con quienes tengan curiosidad) las palabras de los poetas presentadores y las notas de la noche de palabras celebrada en 9 Vidas Cofee Art engalanado por muebles de Francisco Espino Design.





Consideraciones sobre el amor en Recetas para los equívocos de Gabriela Omayra
(Presentación de Yamilet Fajardo)

En de la tradición clásica encontramos un mito en extremo hermoso por el que me gustaría iniciar, se trata del mito de Sémele y Zeus. Sémele era hija de Cadmo, rey de Tebas, una joven lozana por la que Zeus sintió una gran atracción; sin embargo, Sémele no dejaba de ser simple mortal, era incapaz de tocar la grandeza divina de Zeus, como el hombre es incapaz de tocar lo divino. Sémele no podía ver a Zeus. Con el paso del tiempo ella ya no creía que era él, sino cualquier otro hombre a quien le entregaba su amor, así que le pidió que se le mostrase en todo su poder, cosa que hizo el dios para complacerla; pero incapaz de resistir la visión de los relámpagos que rodeaban a su amante, Sémele cayó fulminada. 
Así la voz poética de Recetas para los equívocos deambula entre el encuentro y el aniquilamiento. Es la búsqueda de lo divino, eso divino que pudiera ser el amor, pero el amor del que aquí se trata no es un concepto, sino algo imposible de nombrar, algo que la poesía, capaz de decir aquello que no se puede decir con palabras, expresa. Una concepción que nos atañe, nos aguarda y,  nos asiste desde antes, desde un principio, desde el grito que deviene en desprendimiento, grito antes que la palabra, ese ¡ay! que surge del delirio primero del hombre. El ser amado aparece desde una mirada incompleta, en donde no se sabe si la relación surge o no, escribe Gabriela Omayra: “ahora solo falta conocer tu aliento/ y cómo lates en mi interior”.
En Recetas para los equívocos encontramos la plenitud, pero también el vacío, ese vacío de todo ser viviente, un hueco dentro de sí que confirma su asentamiento; vacío que es todo un continente, una isla sostenida por el corazón. "empecé a reconocerme en este espacio/ a tu lado en la cama azul donde miramos a esa/ luna creciente".  
Los enamorados son los que abandonan, son los que cambian, y los que olvidan, Jaime Sabines lo sabía. Cuando los amantes despiertan, todo es nuevo y pide ser nombrado. Nada es lo que parece ni eso que los otros miran. Y en la quietud dormida de las cosas diminutas giran precipitadas y tenaces la eternidad y el universo. Ese universo que la autora de Recetas para los equívocos intenta mostrarnos bajo una mirada poética, la de la quietud de un enamorado que espera con una taza de café en mano, mientras peina el necio cabello de su amante y, donde el escribir es ya también un acto de amor. 
La atracción que provoca es un elogio a la belleza. El amor es el deseo por lo bello, comienza por la seducción de un cuerpo hermoso, éste es el grado inferior de las relaciones amatorias según los griegos, uno mayor sería la búsqueda de las virtudes eternas del otro, no tanto la belleza sino su producción. El cuerpo se marchita y se descompone con el tiempo, en cambio la virtud se eleva con las acciones de quien la posee y alcanza lo eterno, así  lo cuenta Diotina a Sócrates y, en verdad, no somos más que lobos sarnosos en busca de belleza. Para Gabriela Omaya que escribe desde un impulso a veces, ligero, a veces atrevido: "el amor es simplemente la carne/ la profundidad de la sal o la leche/ lo fácil que es sentir los sudores y la sangre". 
En Recetas para los equívocos aparece también esta costumbre humana del amor equivocado: "esa terca idea/ de querer verlo otra vez/ es más fácil quedar ciego/ mudo y sordo/ de pronto/ que dejar en paz/ la palabra amor".  
En efecto, escribe Platón en el Banquete: el que ama tiene un no sé qué de más divino que el que es amado. En cuanto a la palabra amor, escribe Octavio Paz: “Es una apuesta, insensata, por la libertad”. Pero la libertad del otro, como lo pensaba Rilke: “ese amor que consiste en que dos soledades se defiendan mutuamente, se delimiten y se rindan homenaje” y contradiciendo a Rilke y, contradiciendo a Paz y, contradiciendo a Gabriela Omayra leemos a Borges: “Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor”. 

 




Presentación de Roberto Galaviz

Después de todo —pero después de todo—
sólo se trata de acostarse juntos,
se trata de la carne,
de los cuerpos desnudos,
lámpara de la muerte en el mundo. 
Jaime Sabines

La mejor poesía, o al menos la más sincera, tiene como elementos esenciales la crueldad, belleza en forma y en fondo, tiene también la música inigualable verso a verso de las emociones que, al añejarse, se convierten en objetos íntimos de la memoria poética del escritor. 

El poeta es una especie de coleccionista, de museógrafo, coloca en el lugar justo, con la luz adecuada, en la esquina perfecta y el ambiente controlado, cada una de las palabras que construyen un poema cual si fuera un monumento —o, mejor dicho, una especie de ruina—.

Si el poema y el poeta son realmente buenos, serán vestigios de una forma única de ver y decir el mundo, serán perdurables y universales. El poema es una compleja museografía de sentimientos, emociones y lenguaje que Gabriela Omayra López ha asimilado y practicado pulcra y directamente en su Recetas para los equívocos: simplifica, traduce y sacraliza el misterio de lo cotidiano regalándolo para nosotros en su forma más pura.

En su obra permea en todo momento la búsqueda por el equilibrio, y es claro que el amor es la idea más antigua al respecto, a nadie debe quedarle duda. ¿Quién no se ha sentido en la paz, o en la felicidad más absoluta entre los brazos, o entre las piernas de quien ama? ¿Quién no sabe, aunque sea por instinto, que la forma más genuina de vengarse del mundo, de la vida, de sus calamidades y tristezas, es amando? Finalmente, dice la poeta: "El amor es la carne, la redundante muerte en cada instante".

El amor, según Omayra López en su poesía, es una constante cuenta regresiva, un contrarreloj, un recordatorio en el momento menos preciso, de la muerte, de
la finitud de nuestra vida, que siempre está más cerca de la muerte mientras más conscientes somos de lo hermosa que es.

El amor nos condena siempre, es morirse frente al espejo, desviar la mirada al reflejo porque sabemos que las horas están contadas, del amor, y de la vida. 

Aquel que escribe poesía —nótenlo—, cualquier día, cualquier calle, parece que tiene a veces la mirada lejos, que está ausente por momentos, que se pierde, parece incluso que están tristes, pero no lo están; les diré un secreto: están esperando o recordando, la vida misma aunque no lo notemos, se nos va en eso, en esperar o recordar.

Celebro el libro que nos entrega Omayra López porque es un museo perfecto de sentimientos, honestos, a ras de pensamiento, y eso —se los digo casi como una orden— hay que agradecerlo.




Notas sobre la presentación
Página 24: http://goo.gl/3USpQG
Imagen: http://goo.gl/sZQziw
Momento: http://goo.gl/3LREtB