viernes, 17 de abril de 2015

«Choferes de la Revolución»: De la historia a la ficción, viaje de ida y de regreso




¿Conocen ustedes a un taxista que no sea platicador? Sean sinceros. La mayor parte de las ocasiones que he hecho un viaje en  taxi he tenido que aguantar, de buena o mala gana la conversación del chofer. De modo que no me causó sorpresa que de pronto un día un chofer me contara sus andanzas en tiempos pretéritos; me las contaba con familiaridad y confianza, soltando de vez en cuanto reflexiones profundas sobre la situación política que se vivía en los convulsos tiempos que le tocó vivir; otras me describía los avatares de su oficio, tan especializado y complejo, al tiempo que explicaba con plácida calma las partes de un motor de combustión interna y su funcionamiento. Más de una vez pormenorizó los rasgos de personajes actualmente harto conocidos, elevados incluso a la categoría de próceres, que en sus tiempos eran poco menos que una turba de rijosos.

El taxista platicador me hablaba a través de la radio de mi coche, en voz del maestro Manuel González Ramírez, y  me hacía más llevadero el trayecto matutino. En el año del Centenario, entre el oropel, el ritual, el artífico y el simulacro, la narración del humilde taxista, que gracias al cronista del estado se reprodujo en estaciones de radio y en los diarios locales, era tan natural y tan fresca en su recreación de la vida cotidiana y los salvajes acontecimientos de su tiempo que despertó  una inédita atención sobre el tema, por parte del público. En principio el asombro fue el de reformular nuestro imaginario: teníamos concebida la Revolución a bordo de un tren o a lomos de un caballo, y se nos reveló entonces que  Revolución también anduvo en cuatro ruedas.

Entonces me acerqué al maestro Manuel para pedirle que me permitiera hacer una adaptación radiofónica dramatizada de “Choferes de la Revolución”, título de la novela en cuestión, a lo que el accedió sin reparo alguno y de los cual me siento muy agradecida.   Con la lectura del texto me enteré de que el taxista tenía nombre: Luis Jiménez Delgado, y que también tenía apodo: “El Rorro”. Supe que vivía (oh, ironía) en la calle de la Amargura. Conocí a sus amigos, las marcas y modelos de los automóviles que manejó, cuánto cobraba por viaje,  supe de lo que le regocijaba y también supe lo que le daba miedo. Y lo que no supe, tuve que reinventarlo y recrearlo a través de las rendijas que dejaba abiertas en su texto y por las que cabía fácilmente la interpretación. 

La elaboración del guión me ha llevado a diseccionar cuidadosamente la novela, de entender la psicología de sus personajes, sus motivaciones, quedarme a comer con ellos, caminar en sus botas, dormir en sus catres y andar por sus caminos, para que ellos se comuniquen con el público a través de mi conducto. O, yo no sé hasta qué grado, poder comunicarme yo con el público a través de los personajes.

Pero volvamos a la lectura radiofónica que hiciera el cronista de esta obra. Anotaba que ésta despertó un peculiar entusiasmo por parte del público, algunas veces acompañado de asombro e incredulidad. Los relatos del taxista avivaron un debate antiguo: el de la verdad en la novela histórica.  Escuché a radioescuchas airados exclamar: “si son puras mentiras: las cosas no fueron así”,  Y efectivamente, pensaba yo, así debe ser: la novela histórica no busca la verdad histórica, busca entretener, emocionar, hacer reflexionar al lector, a partir de elementos de realidad, encajados en una estructura narrativa y aderezados con estilo.  ¿El que no podamos empatar la cronología “real” con el relato de ficción, lo hace menos valioso? La construcción histórica, al final, no deja espacios para la interpretación y para la especulación ¿no es eso, de cierto modo, una ficción?   

El problema de la credibilidad lo hemos sufrido todos los que hemos escrito historiografía y, siempre, con mayor o menor éxito, lo hemos resuelto desde la presunción de que, a pesar que «no hemos estado ahí para comprobarlo», sí podemos dar una imagen creíble de lo sucedido mediante el proceso de documentación. No obstante, si por alguna razón nos falta un documento o queremos introducir algún elemento «no comprobado» por las fuentes, apelamos a la ficción. Pequeña o grande —según sea el caso—, las ficciones se insertan en el interior del relato sobre el que investigamos. Por lo mismo, la ficción se integra a la verdad del conocimiento histórico, no sólo en su forma, sino también en su contenido.[1]

No vemos con igual recelo la obra de Mariano Azuela o de Martín Luis Guzmán, por ejemplo. Tal vez porque confiamos en que su trayectoria militar y su impecable narrativa les permiten hablar de la Revolución con plena autoridad.  ¿Quién es, sin embargo, Luis Jiménez Delgado? ¿un taxista que devino en escritor, un pseudónimo, el biógrafo del verdadero taxista…? Ninguna pista tenemos sobre la identidad del autor y este anonimato lo vuelve sospechoso y poco fiable.   Y es que, seamos sinceros, ustedes que han viajado en taxi ¿le han creído al taxista todo lo que les contó?

Yo tengo que decir que no me he creído todo. Pero ¡ah, cómo he disfrutado el viaje!

La novela de Luis Jiménez ofrece testimonios de lo más pintorescos de personajes bien conocidos. Ahí está, por ejemplo, el ranchero misterioso  que le paga cincuenta pesos por un viaje y que resulta ser el mismísimo Pancho Villa; Luis se lo encontraría años después en Zacatecas, a la cabeza de la División del Norte del Ejército Constitucionalista y ya convertido en una suerte de personaje mitológico al que le caben muchos adjetivos: bonachón aunque firme, iracundo aunque generoso, risueño aunque chillón.

Por aquí aparece también Benjamín Argumedo, el talabartero lagunense se volvió guerrillero, primero luchando a favor de Francisco I. Madero, luego del lado de Pascual Orozco; tras la Decena Trágica, Victoriano Huerta  lo nombra general  del Ejército Federal y es ostentando este cargo que Argumedo “recluta” a un joven mecánico, del sitio de taxis Renault (ubicado en la esquina de16 de Septiembre y Bolívar) para que sea su chofer personal y ayude de vez en cuando a levantar a los borrachitos que deambularan a altas horas de la noche por la calle, para integrarlos “voluntariamente”  al Ejército Federal. Estas tareas no son del agrado del taxista, pero a cambio de realizarlas recibe el grado de teniente, seguridad y aprecio.

Entre las fechorías que Luis tuvo que cometer fue la de colaborar en el “rescate” de un automóvil Prothos (sic), una “maravilla de la ingeniería alemana”. El Prothos es, sin duda, el segundo protagonista de este relato: un compendio de belleza, fuerza y resistencia, con alma de cuatro cilindros.   

Luis Jiménez nos relata un encuentro entre Argumedo y el presidente Huerta, quienes degustan pastelitos en “El globo” al tiempo que traman el traslado de miles de voluntarios que se han enrolado en el ejército tras la incursión de los gringos en Veracruz. Si bien el conflicto internacional está resuelto, Huerta ha decidió aprovechar el fervor patriótico de los voluntarios para mandarlos a combatir, sin su consentimiento, a Zacatecas, hacia donde ya se dirige la División del Norte.      

En el trayecto a Zacatecas el tren sufre una descompostura y Argumedo envía a parte de su gente  a seguir en camino a bordo del Prothos. Una columna de villistas al mando de Nicolás Fernández, los embosca y confisca el automóvil con todo y conductor porque, como apunta el narrador, en ese tiempo “el automóvil y el chofer formaban un todo”. Reclutados así, por segunda ocasión, Jiménez y su vehículo llegan Zacatecas  a unas horas de haber terminado la célebre batalla. Zacatecas es en ese momento una ciudad devastad  y jubilosa. Ahí le tocará ver a Rodolfo Fierro hacerse cargo de un espía.

La estadía en Zacatecas es breve, pronto algunas brigadas deberán partir a Aguascalientes, en donde no podrán continuar su marcha hacia el sur y deberán regresar al norte, algunos a Durango, otros a Torreón, otros a San Luis. Tomás Urbina, jefe de la brigada Morelos y compadre de Pancho Villa, le pedirá a este último que le mande a un chofer para que conduzca un Chalmers que se ha “avanzado”; para mala fortuna de Luis Jiménez es él el seleccionado por Urbina, un sujeto cruel y despótico.   

Hasta aquí los personajes conocidos, de los que hemos escuchado su nombre y les conocemos la cara. “Choferes de la revolución” sin embargo, está poblada de otros personajes deliciosos, cuya existencia jamás sabremos cierta. Uno de ellos,  el Barón X, es un astuto ladrón que, amparado bajo la apariencia de ancianito respetable, cometía espectaculares atracos. O un chofer al que apodaban “Ratoncito” que hurtó una gallina y pagó la fechoría con su vida. También encontramos a  Ildefonso Trujillo, el asistente de Nicolás Fernández que, aunque fue asignado para cuidarlo,  se convierte en compañero de andanzas de Luis durante su breve paso por Zacatecas.  La afortunada conjunción de los dos personajes, ambos jóvenes e inquietos, pero provenientes de mundos distintos: uno, campesino revolucionario, el otro, un citadino con aires de catrín jugando a la guerra, deviene en una serie de pintorescos episodios que tiene como escenario una ciudad donde la algarabía brota de los escombros.

Hay pocos personajes femeninos en el libro. La mayoría ellas son mujeres frágiles a primera, pero poseedoras de una fuerza extraordinaria.  Una, por ejemplo, fue capaz de enfrentar a una horda de sombrerudos mientras su marido se escondía en la troje, agazapado como un ratón. Otra es capaz de enfrentar al mismísimo Pancho Villa para salvar la honra de su hija. 
Pero hay una mujer que es un misterio mayúsculo.  Aparece intermitentemente a lo largo de la obra, en la letra de una canción que entonan las tropas de Tomás Urbina. Adela, se llama. “Adelita”, le dicen. En el capítulo 15 del libro, el autor, a través del personaje de Ildefonso nos la presenta y nos cuenta su atormentada historia. Y después no la vuelve a mencionar. En los meses que el maestro Manuel hizo la lectura radiofónica de “Choferes de la revolución” el público llamaba a la estación para preguntar “¿Qué pasó con Adelita?” Y es que Adelita, la protagonista del idilio romántico del libro se había esfumado, dejando a los escuchas perplejos, anhelantes; como Luis, que la conoció, apenas lo suficiente como para describírnosla, y después la vio irse.

Para hacer la adaptación radiofónica de este texto, el personaje de Adela se volvió muy importante para la trama, por ser el epicentro de un episodio amoroso, que le da color al relato y resulta muy atractivo para el público. Adela, además, es un símbolo de la belleza y la virtud en medio de la barbarie; este elemento  equilibraría bien un guión. Sin embargo, como apuntaba antes, Luis no aporta demasiados detalles sobre la vida y la personalidad de Adelita, cuya historia narra en un suspiro. Nos dice:  

Ildefonso me dijo que Adela, aún cuando era mexicana por nacimiento, ya que había visto la luz por primera vez en el estado de Chihuahua, era hija de padres extranjeros. Pertenecía ella a una acomodada familia de mormones establecida hacía muchos años en una colonia de esta raza, muy cerca de Nuevo Casa Grandes, más conocida como Colonia Dublán (…) el ahora capitán Figueroa y Adelita se habían conocido poco antes de que iniciara la Revolución Maderista y que, a pesar de las costumbres mormonas que prohíben el enlace con gente que no sea de su raza, Figuera y ella se amaron en secreto.[2] 

Tuve entonces que buscar más datos sobre las primeras colonias mormonas en México, sobre su forma de vida, sus costumbres y su situación durante los años de la Revolución Mexicana. Para esta tarea fueron muy útiles los documentos que tiene en línea la Iglesia de los Santos y que describen con gran detalle nombres, ocupaciones, situación financiera y social de los primeros colonizadores mormones que llegaron a México, alrededor de1875.  Solo así podía construir alrededor de Adela y de su enamorado una historia convincente. No real, por supuesto, pero sí bien apuntalada en hechos reales. La historia al servicio de la ficción.

La historia que cuenta Luis Jiménez sobre Adelita difiere bastante, sin embargo, de la historia más documentada que tenemos sobre la famosa “Adelita”, cuya identidad corresponde a Adela Velarde Pérez, nacida en Ciudad Juárez, que siendo aún adolescente y sin el consentimiento de sus padres, se unió a la Cruz Blanca Neutral; una organización de enfermeras formada Leonor Villegas de Manón.

Se cuenta que mientras Adela ofrecía sus servicios en un hospital en Chihuahua conoció a un solado villista de nombre Antonio Gil del Río Armenta quien compuso para ella la canción conocida como la “Adelita”. La composición cumplió bien su propósito de conquista y pronto Adela y Antonio se casaron. Antonio murió durante la Toma de Torreón y Adela continúo ofreciendo sus servicios como enfermera en la batalla de Zacatecas pero luego se retiró.

Entre las dos historias hay muchas similitudes que nos permitirían suponer que Luis Jiménez conoció la historia de Adela Velarde y prefirió tergiversar los detalles de su vida en su libro, tal vez para darle mayor dramatismo, añadiendo elementos xenofóbicos; o bien conoció una versión ya mitificada de la historia de Adelita y así la reprodujo ¿cómo saberlo?

El taxímetro ya marca el final de este viaje de ida y vuelta entre la historia y la ficción. Les recomiendo que lo aborden, es cómodo, seguro y el chofer, aunque platicador,  es un encanto.





[1] Rodrigo Henríquez Vásquez: "El problema de la verdad y la ficción en la novela y el cine históricos A propósito de Lope de Aguirre", Manuscrits, Revista d'història moderna, 23, 2005, pp. 77-96.


[2] Luis Jiménez Delgado: Choferes de la Revolución (75-76), Zacatecas, Texere, 2014.

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