La ciudad de
Zacatecas siempre ha sido un interesante objeto de estudio. Más allá del
análisis heterogéneo que se puede hacer de ella, están sus fuentes originarias:
los documentos. A ellos recurrió el profesor e historiador don Eugenio del Hoyo
Cabrera. Tuvo acceso a las actas del
cabildo para recrear las esferas y ámbitos de convivencia diaria en el espacio
diferente que a él le tocó vivir: la geografía diversa del punto argentífero
llamado las minas de Nuestra Señora de Los Zacatecas.
Don Eugenio
del Hoyo en una de sus tantas tareas como historiador procesó una edición
anterior de los libros del cabildo de Zacatecas. Amén del interesante estudio
para una primera edición, le siguió la pista a la diputación de minas como un
caso sue generis de gobernación en las Indias. Del Hoyo hace una comparación
que se antoja increíble pero tal vez razonada. Me permito repetir lo que mencioné en la presentación de los
Libros de Actas de Cabildo del Festival Cultural en su edición 28, el 14 de
abril de 2014. Cuando menciona la defensa de una pesquería de perlas de los
corsarios y piratas, compara, de alguna forma, a estos con los chichimecas
salteadores de los alrededores de las minas de Zacatecas. Para Eugenio del
Hoyo, la “insospechada” institución de la diputación en las minas de Zacatecas,
tiene sus antecedentes en las ordenanzas de las rancherías de pesquerías de
perlas del Pacífico. El mar trasladado en imagen y semejanza a una serranía; las perlas se convierten aquí
en filones de plata. Los señores de canoa de las pesquerías tienen rasgos
comunes a los señores de minas. Los chichimecas son los corsarios y piratas
navegantes entre las nopaleras y mezquiteras. Las olas aquí son las ondulaciones
en los montes y cerros. Las carretas son embarcaciones asaltadas, y las
caravanas flotas a la deriva, a merced de los albazos de los indígenas. Esas
metáforas que veo y el uso de la comparación y la producción de sutiles
imágenes, fueron un ejercicio recurrente en los escritos de don Eugenio. La
habilidad de narrar, crear imágenes y dar cuenta de lo cotidiano se cristalizó
en La ciudad en estampas. Zacatecas
1920-1940. Establecida su habilidad de historiar y hacer de la historia una
narración entrañable, atrayente y hasta agradable, queda claro que don Eugenio
contó con la difícil habilidad de transmitir pasajes de su entorno zacatequense
y su presente (en el lapso de 1920 a 1940) con la técnica de la crónica. El
dominio de esta forma de retratar a la ciudad surgió en ese presente continuo; con el paso del
tiempo se convertiría en historia y en lectura obligada para quien deseara
conocer el ambiente de la bizarra capital en dos decenios, apenas despuntaba el
México posrevolucionario. Dicho
lo anterior me referiré a la estructura de La
ciudad en estampas… a partir de los contenidos en sus apartados y con un
fin interpretativo. Es decir, dilucidar hasta donde es posible la esencia de un
libro proyectivo en la crónica de veinte años de transcurrir de una ciudad
señera y señorial por excelencia. Emito mi opinión acerca de las claves de esta
obra. Tiene cuatro ámbitos fundamentales: culturalista, identitario,
antroplógico e histórico. Se subraya a la ciudad como un espacio de
cotidianedad y de legación de tradición en un cuerpo de civilidad que el autor
pretendió legitimar y reivindicar como terruño entrañable. Hay un principio
axiológico y ontológico localista. Es decir, la practicidad de la vida en la
ciudad de las estampas, Zacatecas, se queda encerrada en sus límites. Lo
extraño está afuera; lo reconocido y propiamente peculiar, está dentro. No sólo
es la ciudad física, tangible; es la ciudad mágica, de ficción y realidad
gracias al espíritu de quienes la habitan, ideas que coinciden con Italo
Calvino en su obra Las ciudades
invisibles, publicada en 1972. Para don Eugenio del Hoyo el concepto de
ciudad constituye una unidad local donde sus ancestros están hechos por ella con un legado cultural
como criterio de individuación y subordinación a la historia de la misma. El
uso cultural del pasado en esta obra de variadas estampas contiene juicios de
valor desde un punto de vista moral y hasta político. Es una actualización de
un vestusto historicismo, pero deleitable y disfrutable al fin. Porque esa
parece haber sido la intención de don Eugenio cuando escribió esta crónica
citadina con un excelente ejercicio de memoria personal y colectiva.
“Cuando
se detuvo el tiempo” es una introducción de obligada raigambre en la escritura
de los antecedentes históricos. El autor descarta la esencia colonial de la
ciudad y la enmarca en un anacrónico Romanticismo, en la moda francesa del
porfiriato reflejada en su arquitectura decimónonica y de principios del siglo
XX. El tiempo es un factor “detenido” a partir del 24 de junio de 1914, el día
después de la hecatombe revolucionaria de la toma de Zacatecas. El tiempo ya se
detuvo para Eugenio del Hoyo, pero se vive en la ciudad, desde dentro, con la
dinámica intrahistórica de sus habitantes que decidieron quedarse ahí y no
emigraron contra el tradicional continuum del estar de familias durante no más
de tres generaciones. El tiempo se queda en su estatismo de reloj interno que
gira sus manecillas, pero cuyo movimento no lo ven los viajeros que pasan por la
bizarra capital o se asoman esporádicamente a ella. El marasmo de la ciudad se
rompe, según don Eugenio, en 1939: la inauguración del Banco Mercantil de
Zacatecas logra un cambio favorable, de modernidad.
“La
ciudad ensimismada” está fincada en la idea del espacio que se ve a sí mismo;
toma como divisa la contemplación del pasado estático en un presente (de los
años veinte y treinta del siglo pasado) como una colección de estampas donde la
naturaleza humana de los zacatequenses estuvo detenida en el tiempo: no se
construyeron edificios importantes, no se abrieron nuevas calles; la fisonomía
de la Zacatecas de esos años estuvo casi inalterada.
“En
piso de metal vives al día” refleja la costumbre derrochadora de lo barreteros,
famosos por gastar toda su raya en fiestas, bebidas y vestimentas. El
despilfarro como forma de vida feliz en un día de la semana e infeliz en el
resto de la misma. ¿Vida infeliz? Más bien resignada para sostenerse casi de
milagro a sí mismo, a una familia y, por ende, al comercio de toda una ciudad.
Ciudad
ensimismada pero con “Los signos del progreso” gracias a la postería de la
energía eléctrica y del telégrafo y a la estación del Ferrocarril Central y a
los escasos automóviles, superados por los asnos y las mulas que eran mayoría
en una ciudad redentora con movilidad sin prisas.
La
ciudad era una samaritana sedienta en medio de la serranía central mexicana. La
escasez de agua no le quitaba su encanto provinciano y mantenía preciosas zonas
arboladas, pese a los desbarajustes urbanos, según don Eugenio, hechos por el
entonces gobernador Matías Ramos Santos. Las costumbres sanitarias de los
habitantes de Zacatecas se vieron trastocadas por la falta de agua. Esta es una
de las estampas más realistas y críticas contra un régimen gubernamental
incapaz de calmar la sed de una ciudad donde la poca agua debía ser aprovechada
al máximo.
Una
de las estampas más bellas es la de “El silencio que se rompe amablemente.” La
polifonía de Zacatecas musicalizada en sus voces de pregones entrañables. La
vendimía tradicional agoniza. Los ecos de esas voces que llegan del pasado se
escuchan escasamente en la perfireria, de vez en vez, con el vendedor de tunas,
fresas o nopalitos, anunciados en alguna parte de esta ruidosa ciudad de ahora.
No
faltaba el amor en las alas de un Cúpido atribulado pero afanoso. Los escarceos
amorosos, la furtividad de los sentimientos, las citas breves, las rejas que
mataban la pasión pero revivían la esperanza. Rayones, picones y cortones
inundaban el espacio citadino. Los jardines, la alameda y el portal de Rosales,
en particular, fueron los escenarios de la búsqueda del amor de los
zacatequenses. La vida y el corazón pendian de un balcón, una sonrisa, un
pañuelo perfumado, una prenda, una respuesta que prometía la felicidad para
siempre. El empeño amoroso ejercido no sólo por los hombres, sino también por
las mujeres. De ahí la extensión e insistencia de don Eugenio en el tema, por
eso incluyó la estampa de “Un héroe, un portal y las muchachas que pasan”. El
portal de Rosales fue sin duda el centro de la vida social de Zacatecas, como
ahora se ha revivido con la muchachada que lo puebla todos los días. Si acaso
nunca ha dejado de serlo.
Y el
“Elogio a la humilde excelencia de las tunas” pareciera una nota discordante en
el discurso estampero de don Eugenio. Pero no lo es. La costumbre en el consumo
del fruto opuntia ficus indica es todavía una tradición, aunque más reservada
o aislada por el crecimiento de la mancha urbana.
Lo
que si se ha perdido casi del todo es la identidad tuza de los zacatequenses, originada
en la actividad minera, circunscrita a unas cuantas minas aledañas que se
extienden hasta los municipios de Vetagrande y Pánuco. Hay unas tiniebla
húmedas sobre la tradición del oficio minero que don Eugenio evoca en su
estampa gracias al argot propio de la actividad en aquel entonces.
El
pasaje más utilitario para un historiador y para la historia es la estampa
“Calles y callejas, plazuelas y callejones”, de la cual más de un admirador de
Clío ─incluido yo─ ha abrevado para reconstruir la traza de la ciudad señera y
señorial desde los nombres de sus rúas y espacios públicos. El mapa de Zacatecas
descrito con palabras es un trabajo muy completo que nos heredó don Eugenio. Y
en ello le da especial atención al cerro de la Bufa y a las lomas de Bracho. No
pudo sustraerse a la tentación de publicitar una de las estampas más identitarias
de la ciudad: las morismas de Bracho y sus alucinantes batallas entrelazadas
entre la tradición cristiana, la musulmana, la francesa y, claro, la
zacatecana.
La
fervorosa catolicidad de una ciudad se ve retratrada en la estampa de las
“Posaditas y gozaditas”. Y para cerrar el libro, don Eugenio quizá eligió la
estampa final, como si hubiera estado jugando con sus recuerdos preciosos y destellos
del tiempo vivido en su querida ciudad, con la muestra antológica de los juegos
de entonces, los que se quedaron condenados a un injusto mutis y olvido en esta
época de la cibernética. La invitación a leer este libro de antiguas estampas no riñe con los tiempos actuales. La obra nos descubre una ciudad donde la imaginación nos remite a las delicias del vivir en aquellos años maravillosos, donde el juego podía ser el pasaporte a la felicidad para encontrar el verdadero amor a una ciudad o a una mujer en el burdo amor o en todas las cosas o algo así.
Dr. José Arturo
Burciaga C.
Zacatecas, Zac., lunes 30
de marzo de 2015.
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