lunes, 6 de abril de 2015

Sobre «La ciudad en estampas»





La ciudad de Zacatecas siempre ha sido un interesante objeto de estudio. Más allá del análisis heterogéneo que se puede hacer de ella, están sus fuentes originarias: los documentos. A ellos recurrió el profesor e historiador don Eugenio del Hoyo Cabrera. Tuvo acceso  a las actas del cabildo para recrear las esferas y ámbitos de convivencia diaria en el espacio diferente que a él le tocó vivir: la geografía diversa del punto argentífero llamado las minas de Nuestra Señora de Los Zacatecas.
Don Eugenio del Hoyo en una de sus tantas tareas como historiador procesó una edición anterior de los libros del cabildo de Zacatecas. Amén del interesante estudio para una primera edición, le siguió la pista a la diputación de minas como un caso sue generis de gobernación en las Indias. Del Hoyo hace una comparación que se antoja increíble pero tal vez razonada. Me permito repetir  lo que mencioné en la presentación de los Libros de Actas de Cabildo del Festival Cultural en su edición 28, el 14 de abril de 2014. Cuando menciona la defensa de una pesquería de perlas de los corsarios y piratas, compara, de alguna forma, a estos con los chichimecas salteadores de los alrededores de las minas de Zacatecas. Para Eugenio del Hoyo, la “insospechada” institución de la diputación en las minas de Zacatecas, tiene sus antecedentes en las ordenanzas de las rancherías de pesquerías de perlas del Pacífico. El mar trasladado en imagen y semejanza  a una serranía; las perlas se convierten aquí en filones de plata. Los señores de canoa de las pesquerías tienen rasgos comunes a los señores de minas. Los chichimecas son los corsarios y piratas navegantes entre las nopaleras y mezquiteras. Las olas aquí son las ondulaciones en los montes y cerros. Las carretas son embarcaciones asaltadas, y las caravanas flotas a la deriva, a merced de los albazos de los indígenas. Esas metáforas que veo y el uso de la comparación y la producción de sutiles imágenes, fueron un ejercicio recurrente en los escritos de don Eugenio. La habilidad de narrar, crear imágenes y dar cuenta de lo cotidiano se cristalizó en La ciudad en estampas. Zacatecas 1920-1940. Establecida su habilidad de historiar y hacer de la historia una narración entrañable, atrayente y hasta agradable, queda claro que don Eugenio contó con la difícil habilidad de transmitir pasajes de su entorno zacatequense y su presente (en el lapso de 1920 a 1940) con la técnica de la crónica. El dominio de esta forma de retratar a la ciudad surgió en ese presente continuo; con el paso del tiempo se convertiría en historia y en lectura obligada para quien deseara conocer el ambiente de la bizarra capital en dos decenios, apenas despuntaba el México posrevolucionario.   Dicho lo anterior me referiré a la estructura de La ciudad en estampas… a partir de los contenidos en sus apartados y con un fin interpretativo. Es decir, dilucidar hasta donde es posible la esencia de un libro proyectivo en la crónica de veinte años de transcurrir de una ciudad señera y señorial por excelencia. Emito mi opinión acerca de las claves de esta obra. Tiene cuatro ámbitos fundamentales: culturalista, identitario, antroplógico e histórico. Se subraya a la ciudad como un espacio de cotidianedad y de legación de tradición en un cuerpo de civilidad que el autor pretendió legitimar y reivindicar como terruño entrañable. Hay un principio axiológico y ontológico localista. Es decir, la practicidad de la vida en la ciudad de las estampas, Zacatecas, se queda encerrada en sus límites. Lo extraño está afuera; lo reconocido y propiamente peculiar, está dentro. No sólo es la ciudad física, tangible; es la ciudad mágica, de ficción y realidad gracias al espíritu de quienes la habitan, ideas que coinciden con Italo Calvino en su obra Las ciudades invisibles, publicada en 1972. Para don Eugenio del Hoyo el concepto de ciudad constituye una unidad local donde sus ancestros están hechos por ella con un legado cultural como criterio de individuación y subordinación a la historia de la misma. El uso cultural del pasado en esta obra de variadas estampas contiene juicios de valor desde un punto de vista moral y hasta político. Es una actualización de un vestusto historicismo, pero deleitable y disfrutable al fin. Porque esa parece haber sido la intención de don Eugenio cuando escribió esta crónica citadina con un excelente ejercicio de memoria personal y colectiva.
“Cuando se detuvo el tiempo” es una introducción de obligada raigambre en la escritura de los antecedentes históricos. El autor descarta la esencia colonial de la ciudad y la enmarca en un anacrónico Romanticismo, en la moda francesa del porfiriato reflejada en su arquitectura decimónonica y de principios del siglo XX. El tiempo es un factor “detenido” a partir del 24 de junio de 1914, el día después de la hecatombe revolucionaria de la toma de Zacatecas. El tiempo ya se detuvo para Eugenio del Hoyo, pero se vive en la ciudad, desde dentro, con la dinámica intrahistórica de sus habitantes que decidieron quedarse ahí y no emigraron contra el tradicional continuum del estar de familias durante no más de tres generaciones. El tiempo se queda en su estatismo de reloj interno que gira sus manecillas, pero cuyo movimento no lo ven los viajeros que pasan por la bizarra capital o se asoman esporádicamente a ella. El marasmo de la ciudad se rompe, según don Eugenio, en 1939: la inauguración del Banco Mercantil de Zacatecas logra un cambio favorable, de modernidad.
“La ciudad ensimismada” está fincada en la idea del espacio que se ve a sí mismo; toma como divisa la contemplación del pasado estático en un presente (de los años veinte y treinta del siglo pasado) como una colección de estampas donde la naturaleza humana de los zacatequenses estuvo detenida en el tiempo: no se construyeron edificios importantes, no se abrieron nuevas calles; la fisonomía de la Zacatecas de esos años estuvo casi inalterada.
“En piso de metal vives al día” refleja la costumbre derrochadora de lo barreteros, famosos por gastar toda su raya en fiestas, bebidas y vestimentas. El despilfarro como forma de vida feliz en un día de la semana e infeliz en el resto de la misma. ¿Vida infeliz? Más bien resignada para sostenerse casi de milagro a sí mismo, a una familia y, por ende, al comercio de toda una ciudad.
Ciudad ensimismada pero con “Los signos del progreso” gracias a la postería de la energía eléctrica y del telégrafo y a la estación del Ferrocarril Central y a los escasos automóviles, superados por los asnos y las mulas que eran mayoría en una ciudad redentora con movilidad sin prisas.
La ciudad era una samaritana sedienta en medio de la serranía central mexicana. La escasez de agua no le quitaba su encanto provinciano y mantenía preciosas zonas arboladas, pese a los desbarajustes urbanos, según don Eugenio, hechos por el entonces gobernador Matías Ramos Santos. Las costumbres sanitarias de los habitantes de Zacatecas se vieron trastocadas por la falta de agua. Esta es una de las estampas más realistas y críticas contra un régimen gubernamental incapaz de calmar la sed de una ciudad donde la poca agua debía ser aprovechada al máximo.
Una de las estampas más bellas es la de “El silencio que se rompe amablemente.” La polifonía de Zacatecas musicalizada en sus voces de pregones entrañables. La vendimía tradicional agoniza. Los ecos de esas voces que llegan del pasado se escuchan escasamente en la perfireria, de vez en vez, con el vendedor de tunas, fresas o nopalitos, anunciados en alguna parte de esta ruidosa ciudad de ahora.
No faltaba el amor en las alas de un Cúpido atribulado pero afanoso. Los escarceos amorosos, la furtividad de los sentimientos, las citas breves, las rejas que mataban la pasión pero revivían la esperanza. Rayones, picones y cortones inundaban el espacio citadino. Los jardines, la alameda y el portal de Rosales, en particular, fueron los escenarios de la búsqueda del amor de los zacatequenses. La vida y el corazón pendian de un balcón, una sonrisa, un pañuelo perfumado, una prenda, una respuesta que prometía la felicidad para siempre. El empeño amoroso ejercido no sólo por los hombres, sino también por las mujeres. De ahí la extensión e insistencia de don Eugenio en el tema, por eso incluyó la estampa de “Un héroe, un portal y las muchachas que pasan”. El portal de Rosales fue sin duda el centro de la vida social de Zacatecas, como ahora se ha revivido con la muchachada que lo puebla todos los días. Si acaso nunca ha dejado de serlo.
Y el “Elogio a la humilde excelencia de las tunas” pareciera una nota discordante en el discurso estampero de don Eugenio. Pero no lo es. La costumbre en el consumo del fruto  opuntia ficus indica es todavía una tradición, aunque más reservada o aislada por el crecimiento de la mancha urbana.
Lo que si se ha perdido casi del todo es la identidad tuza de los zacatequenses, originada en la actividad minera, circunscrita a unas cuantas minas aledañas que se extienden hasta los municipios de Vetagrande y Pánuco. Hay unas tiniebla húmedas sobre la tradición del oficio minero que don Eugenio evoca en su estampa gracias al argot propio de la actividad en aquel entonces.
El pasaje más utilitario para un historiador y para la historia es la estampa “Calles y callejas, plazuelas y callejones”, de la cual más de un admirador de Clío ─incluido yo─ ha abrevado para reconstruir la traza de la ciudad señera y señorial desde los nombres de sus rúas y espacios públicos. El mapa de Zacatecas descrito con palabras es un trabajo muy completo que nos heredó don Eugenio. Y en ello le da especial atención al cerro de la Bufa y a las lomas de Bracho. No pudo sustraerse a la tentación de publicitar una de las estampas más identitarias de la ciudad: las morismas de Bracho y sus alucinantes batallas entrelazadas entre la tradición cristiana, la musulmana, la francesa y, claro, la zacatecana.
        La fervorosa catolicidad de una ciudad se ve retratrada en la estampa de las “Posaditas y gozaditas”. Y para cerrar el libro, don Eugenio quizá eligió la estampa final, como si hubiera estado jugando con sus recuerdos preciosos y destellos del tiempo vivido en su querida ciudad, con la muestra antológica de los juegos de entonces, los que se quedaron condenados a un injusto mutis y olvido en esta época de la cibernética.     
       La invitación a leer este libro de antiguas estampas no riñe con los tiempos actuales. La obra nos descubre una ciudad donde la imaginación nos remite a las delicias del vivir en aquellos años maravillosos, donde el juego podía ser el pasaporte a la felicidad para encontrar el verdadero amor a una ciudad o a una mujer en el burdo amor o en todas las cosas o algo así.

            Dr. José Arturo Burciaga C.
Zacatecas, Zac., lunes 30 de marzo de 2015.

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