¿Conocen ustedes a un taxista que no sea
platicador? Sean sinceros. La mayor parte de las ocasiones que he hecho un
viaje en taxi he tenido que aguantar, de
buena o mala gana la conversación del chofer. De modo que no me causó sorpresa
que de pronto un día un chofer me contara sus andanzas en tiempos pretéritos;
me las contaba con familiaridad y confianza, soltando de vez en cuanto
reflexiones profundas sobre la situación política que se vivía en los convulsos
tiempos que le tocó vivir; otras me describía los avatares de su oficio, tan
especializado y complejo, al tiempo que explicaba con plácida calma las partes
de un motor de combustión interna y su funcionamiento. Más de una vez
pormenorizó los rasgos de personajes actualmente harto conocidos, elevados
incluso a la categoría de próceres, que en sus tiempos eran poco menos que una
turba de rijosos.
El taxista platicador me hablaba a través de la
radio de mi coche, en voz del maestro Manuel González Ramírez, y me hacía más llevadero el trayecto matutino.
En el año del Centenario, entre el oropel, el ritual, el artífico y el
simulacro, la narración del humilde taxista, que gracias al cronista del estado
se reprodujo en estaciones de radio y en los diarios locales, era tan natural y
tan fresca en su recreación de la vida cotidiana y los salvajes acontecimientos
de su tiempo que despertó una inédita
atención sobre el tema, por parte del público. En principio el asombro fue el de
reformular nuestro imaginario: teníamos concebida la Revolución a bordo de un
tren o a lomos de un caballo, y se nos reveló entonces que Revolución también anduvo en cuatro ruedas.
Entonces me acerqué al maestro Manuel para pedirle
que me permitiera hacer una adaptación radiofónica dramatizada de “Choferes de
la Revolución”, título de la novela en cuestión, a lo que el accedió sin reparo
alguno y de los cual me siento muy agradecida.
Con la lectura del texto me enteré de que el taxista tenía nombre: Luis
Jiménez Delgado, y que también tenía apodo: “El Rorro”. Supe que vivía (oh,
ironía) en la calle de la Amargura. Conocí a sus amigos, las marcas y modelos
de los automóviles que manejó, cuánto cobraba por viaje, supe de lo que le regocijaba y también supe
lo que le daba miedo. Y lo que no supe, tuve que reinventarlo y recrearlo a
través de las rendijas que dejaba abiertas en su texto y por las que cabía
fácilmente la interpretación.
La elaboración del guión me ha llevado a
diseccionar cuidadosamente la novela, de entender la psicología de sus
personajes, sus motivaciones, quedarme a comer con ellos, caminar en sus botas,
dormir en sus catres y andar por sus caminos, para que ellos se comuniquen con
el público a través de mi conducto. O, yo no sé hasta qué grado, poder
comunicarme yo con el público a través de los personajes.
Pero volvamos a la lectura radiofónica que hiciera
el cronista de esta obra. Anotaba que ésta despertó un peculiar entusiasmo por
parte del público, algunas veces acompañado de asombro e incredulidad. Los
relatos del taxista avivaron un debate antiguo: el de la verdad en la novela
histórica. Escuché a radioescuchas
airados exclamar: “si son puras mentiras: las cosas no fueron así”, Y efectivamente, pensaba yo, así debe ser: la
novela histórica no busca la verdad histórica, busca entretener, emocionar,
hacer reflexionar al lector, a partir de elementos de realidad, encajados en
una estructura narrativa y aderezados con estilo. ¿El que no podamos empatar la cronología
“real” con el relato de ficción, lo hace menos valioso? La construcción
histórica, al final, no deja espacios para la interpretación y para la
especulación ¿no es eso, de cierto modo, una ficción?
El problema de la credibilidad lo hemos
sufrido todos los que hemos escrito historiografía y, siempre, con mayor o
menor éxito, lo hemos resuelto desde la presunción de que, a pesar que «no
hemos estado ahí para comprobarlo», sí podemos dar una imagen creíble de lo
sucedido mediante el proceso de documentación. No obstante, si por alguna razón
nos falta un documento o queremos introducir algún elemento «no comprobado» por
las fuentes, apelamos a la ficción. Pequeña o grande —según sea el caso—, las
ficciones se insertan en el interior del relato sobre el que investigamos. Por
lo mismo, la ficción se integra a la verdad del conocimiento histórico, no sólo
en su forma, sino también en su contenido.[1]
No vemos con igual recelo la obra de Mariano Azuela
o de Martín Luis Guzmán, por ejemplo. Tal vez porque confiamos en que su
trayectoria militar y su impecable narrativa les permiten hablar de la
Revolución con plena autoridad. ¿Quién
es, sin embargo, Luis Jiménez Delgado? ¿un taxista que devino en escritor, un
pseudónimo, el biógrafo del verdadero taxista…? Ninguna pista tenemos sobre la
identidad del autor y este anonimato lo vuelve sospechoso y poco fiable. Y es que, seamos sinceros, ustedes que han
viajado en taxi ¿le han creído al taxista todo lo que les contó?
Yo tengo que decir que no me he creído todo. Pero
¡ah, cómo he disfrutado el viaje!
La novela de Luis Jiménez ofrece testimonios de lo
más pintorescos de personajes bien conocidos. Ahí está, por ejemplo, el
ranchero misterioso que le paga
cincuenta pesos por un viaje y que resulta ser el mismísimo Pancho Villa; Luis
se lo encontraría años después en Zacatecas, a la cabeza de la División del
Norte del Ejército Constitucionalista y ya convertido en una suerte de
personaje mitológico al que le caben muchos adjetivos: bonachón aunque firme,
iracundo aunque generoso, risueño aunque chillón.
Por aquí aparece también Benjamín Argumedo, el
talabartero lagunense se volvió guerrillero, primero luchando a favor de
Francisco I. Madero, luego del lado de Pascual Orozco; tras la Decena Trágica,
Victoriano Huerta lo nombra general del Ejército Federal y es ostentando este
cargo que Argumedo “recluta” a un joven mecánico, del sitio de taxis Renault
(ubicado en la esquina de16 de Septiembre y Bolívar) para que sea su chofer
personal y ayude de vez en cuando a levantar a los borrachitos que deambularan
a altas horas de la noche por la calle, para integrarlos “voluntariamente” al Ejército Federal. Estas tareas no son del
agrado del taxista, pero a cambio de realizarlas recibe el grado de teniente,
seguridad y aprecio.
Entre las fechorías que Luis tuvo que cometer fue
la de colaborar en el “rescate” de un automóvil Prothos (sic), una “maravilla de la ingeniería alemana”. El Prothos es, sin duda, el segundo
protagonista de este relato: un compendio de belleza, fuerza y resistencia, con
alma de cuatro cilindros.
Luis Jiménez nos relata un encuentro entre Argumedo
y el presidente Huerta, quienes degustan pastelitos en “El globo” al tiempo que
traman el traslado de miles de voluntarios que se han enrolado en el ejército tras
la incursión de los gringos en Veracruz. Si bien el conflicto internacional
está resuelto, Huerta ha decidió aprovechar el fervor patriótico de los
voluntarios para mandarlos a combatir, sin su consentimiento, a Zacatecas,
hacia donde ya se dirige la División del Norte.
En el trayecto a Zacatecas el tren sufre una
descompostura y Argumedo envía a parte de su gente a seguir en camino a bordo del Prothos. Una columna de villistas al
mando de Nicolás Fernández, los embosca y confisca el automóvil con todo y
conductor porque, como apunta el narrador, en ese tiempo “el automóvil y el
chofer formaban un todo”. Reclutados así, por segunda ocasión, Jiménez y su
vehículo llegan Zacatecas a unas horas
de haber terminado la célebre batalla. Zacatecas es en ese momento una ciudad
devastad y jubilosa. Ahí le tocará ver a
Rodolfo Fierro hacerse cargo de un espía.
La estadía en Zacatecas es breve, pronto algunas
brigadas deberán partir a Aguascalientes, en donde no podrán continuar su
marcha hacia el sur y deberán regresar al norte, algunos a Durango, otros a
Torreón, otros a San Luis. Tomás Urbina, jefe de la brigada Morelos y compadre
de Pancho Villa, le pedirá a este último que le mande a un chofer para que
conduzca un Chalmers que se ha
“avanzado”; para mala fortuna de Luis Jiménez es él el seleccionado por Urbina,
un sujeto cruel y despótico.
Hasta aquí los personajes conocidos, de los que
hemos escuchado su nombre y les conocemos la cara. “Choferes de la revolución”
sin embargo, está poblada de otros personajes deliciosos, cuya existencia jamás
sabremos cierta. Uno de ellos, el Barón
X, es un astuto ladrón que, amparado bajo la apariencia de ancianito
respetable, cometía espectaculares atracos. O un chofer al que apodaban “Ratoncito”
que hurtó una gallina y pagó la fechoría con su vida. También encontramos a Ildefonso Trujillo, el asistente de Nicolás
Fernández que, aunque fue asignado para cuidarlo, se convierte en compañero de andanzas de Luis
durante su breve paso por Zacatecas. La
afortunada conjunción de los dos personajes, ambos jóvenes e inquietos, pero
provenientes de mundos distintos: uno, campesino revolucionario, el otro, un
citadino con aires de catrín jugando a la guerra, deviene en una serie de
pintorescos episodios que tiene como escenario una ciudad donde la algarabía
brota de los escombros.
Hay pocos personajes femeninos en el libro. La
mayoría ellas son mujeres frágiles a primera, pero poseedoras de una fuerza
extraordinaria. Una, por ejemplo, fue
capaz de enfrentar a una horda de sombrerudos mientras su marido se escondía en
la troje, agazapado como un ratón. Otra es capaz de enfrentar al mismísimo
Pancho Villa para salvar la honra de su hija.
Pero hay una mujer que es un misterio mayúsculo. Aparece intermitentemente a lo largo de la obra, en la letra de una canción que entonan las tropas de Tomás Urbina. Adela, se llama. “Adelita”, le dicen. En el capítulo 15 del libro, el autor, a través del personaje de Ildefonso nos la presenta y nos cuenta su atormentada historia. Y después no la vuelve a mencionar. En los meses que el maestro Manuel hizo la lectura radiofónica de “Choferes de la revolución” el público llamaba a la estación para preguntar “¿Qué pasó con Adelita?” Y es que Adelita, la protagonista del idilio romántico del libro se había esfumado, dejando a los escuchas perplejos, anhelantes; como Luis, que la conoció, apenas lo suficiente como para describírnosla, y después la vio irse.
Pero hay una mujer que es un misterio mayúsculo. Aparece intermitentemente a lo largo de la obra, en la letra de una canción que entonan las tropas de Tomás Urbina. Adela, se llama. “Adelita”, le dicen. En el capítulo 15 del libro, el autor, a través del personaje de Ildefonso nos la presenta y nos cuenta su atormentada historia. Y después no la vuelve a mencionar. En los meses que el maestro Manuel hizo la lectura radiofónica de “Choferes de la revolución” el público llamaba a la estación para preguntar “¿Qué pasó con Adelita?” Y es que Adelita, la protagonista del idilio romántico del libro se había esfumado, dejando a los escuchas perplejos, anhelantes; como Luis, que la conoció, apenas lo suficiente como para describírnosla, y después la vio irse.
Para hacer la adaptación radiofónica de este texto,
el personaje de Adela se volvió muy importante para la trama, por ser el
epicentro de un episodio amoroso, que le da color al relato y resulta muy
atractivo para el público. Adela, además, es un símbolo de la belleza y la
virtud en medio de la barbarie; este elemento
equilibraría bien un guión. Sin embargo, como apuntaba antes, Luis no
aporta demasiados detalles sobre la vida y la personalidad de Adelita, cuya
historia narra en un suspiro. Nos dice:
Ildefonso me dijo que Adela, aún cuando era
mexicana por nacimiento, ya que había visto la luz por primera vez en el estado
de Chihuahua, era hija de padres extranjeros. Pertenecía ella a una acomodada
familia de mormones establecida hacía muchos años en una colonia de esta raza,
muy cerca de Nuevo Casa Grandes, más conocida como Colonia Dublán (…) el ahora
capitán Figueroa y Adelita se habían conocido poco antes de que iniciara la
Revolución Maderista y que, a pesar de las costumbres mormonas que prohíben el
enlace con gente que no sea de su raza, Figuera y ella se amaron en secreto.[2]
Tuve entonces que buscar más datos sobre las primeras
colonias mormonas en México, sobre su forma de vida, sus costumbres y su
situación durante los años de la Revolución Mexicana. Para esta tarea fueron
muy útiles los documentos que tiene en línea la Iglesia de los Santos y que
describen con gran detalle nombres, ocupaciones, situación financiera y social
de los primeros colonizadores mormones que llegaron a México, alrededor de1875.
Solo así podía construir alrededor de
Adela y de su enamorado una historia convincente. No real, por supuesto, pero
sí bien apuntalada en hechos reales. La historia al servicio de la ficción.
La historia que cuenta Luis Jiménez sobre Adelita difiere
bastante, sin embargo, de la historia más documentada que tenemos sobre la
famosa “Adelita”, cuya identidad corresponde a Adela Velarde Pérez, nacida en
Ciudad Juárez, que siendo aún adolescente y sin el consentimiento de sus
padres, se unió a la Cruz Blanca Neutral; una organización de enfermeras formada
Leonor Villegas de Manón.
Se cuenta que mientras Adela ofrecía sus servicios en un hospital
en Chihuahua conoció a un solado villista de nombre Antonio Gil del Río Armenta
quien compuso para ella la canción conocida como la “Adelita”. La composición
cumplió bien su propósito de conquista y pronto Adela y Antonio se casaron.
Antonio murió durante la Toma de Torreón y Adela continúo ofreciendo sus
servicios como enfermera en la batalla de Zacatecas pero luego se retiró.
Entre las dos historias hay muchas similitudes que nos
permitirían suponer que Luis Jiménez conoció la historia de Adela Velarde y
prefirió tergiversar los detalles de su vida en su libro, tal vez para darle
mayor dramatismo, añadiendo elementos xenofóbicos; o bien conoció una versión
ya mitificada de la historia de Adelita y así la reprodujo ¿cómo saberlo?
El taxímetro ya marca el final de este viaje de ida y
vuelta entre la historia y la ficción. Les recomiendo que lo aborden, es
cómodo, seguro y el chofer, aunque platicador, es un encanto.